sábado, 28 de enero de 2012

Mestizaje cultural, fruto de una genial inculturación Admirable mestizaje artístico: el Niño Jesús Rey, representado como Inca y revestido de la túnica ceremonial de los Emperadores del Sacro Imperio, con el Orbe imperial en su mano.

Las ciudades incas del Perú eran pocas y distantes unas de otras. Había también centros urbanos menores, fortalezas y santuarios, centros de almacenamiento de víveres para el ejército y locales de reposo del monarca o tambos. Pero la generalidad de la población residía en áreas rurales y estaba muy desperdigada.
El trabajo misionero consistió en reunir esas poblaciones dispersas en las llamadas “doctrinas”, que eran capillas muy simples, rodeadas de viviendas para los religiosos y algunas construcciones aledañas. Posteriormente las “doctrinas” se fueron transformado en “pueblos de indios”, con una incipiente vida urbana. En el actual Perú llegó a haber más de mil “pueblos de indios”, origen de la mayoría de los actuales municipios del país.
Para evangelizar esas poblaciones los misioneros aplicaron una metodología verdaderamente genial, que hoy se llamaría inculturación, pero sin ninguno de los vicios que ésta presenta actualmente (como acoger promiscuamente elementos buenos y malos de culturas paganas autóctonas). Con extraordinario tacto, aquellos religiosos buscaron rescatar y conservar lo que había de orden natural en las costumbres aborígenes, darle un sentido católico, y extirpar de ellas lo que había de errado.
Por ejemplo, el gusto de los indígenas por las celebraciones solemnes. Los incas adoraban al sol, y en el solsticio de invierno –que en el hemisferio Sur corresponde al día 21 de junio– realizaban en Cuzco una gran procesión en su honor, al mismo tiempo espléndidamente fastuosa y horrendamente macabra. Hacían sacar de sus sepulcros los cadáveres momificados de los monarcas difuntos, para llevarlos en cortejo por la ciudad, entronizados en andas especiales y adornados con ricos tejidos, joyas y plumas. Cada momia tenía su séquito de cargadores y escoltas propios, precedidos por músicos y danzarines, además de turiferarios que quemaban palosanto y otras maderas odoríferas. La chicha, bebida de maíz fermentado, corría abundantemente, y la festividad solía terminar en una espantosa borrachera general.
Una vez conquistado el Cuzco los españoles hicieron desaparecer esas momias, dándoles sepultura definitiva en un local secreto, hasta hoy ignorado. Pero los misioneros, en vez de suprimir el desfile, lo adaptaron a la solemnidad del Corpus Christi, que transcurre en el mismo mes. Y en ello demostraron un notable sentido psicológico. Así, el falso dios sol cede lugar al verdadero Dios Hombre, el Sol de Justicia, llevado en una riquísima custodia de plata maciza. Los horrendos cadáveres momificados de los Incas son reemplazados por bellas y graciosas imágenes patronales de las iglesias de Cuzco –Nuestra Señora de Belén, San José, San Sebastián, San Cristóbal, San Blas, etc.–, espléndidamente vestidas. Cada imagen tenía su hermandad de indios cargadores, músicos y danzarines. De esa manera, la festividad del Corpus cuzqueño satisfizo plenamente el gusto de los autóctonos por lo maravilloso y por la pompa. Y en pocos años alcanzó tal prestigio, que de todas partes del vasto Imperio hispanoamericano llegaban imágenes traídas ex profeso por sus devotos para la solemnidad, incluso desde regiones tan distantes como Popayán o Tucumán y hasta Nicaragua en América Central. Hubo ocasiones en que la procesión llegó a contar con ¡más de 400 imágenes! El Corpus Christi continúa siendo hasta hoy la festividad más colorida y concurrida de la Ciudad Imperial, y cada año aumenta el número de asistentes.

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